Palabras claves: Hechos, Espíritu Santo, persecución, iglesia.
El relato de Lucas sigue con las experiencias de Pablo y Bernabé en su primer viaje misionero y como volvieron a Antioquía para informar lo que habían vivido durante este tiempo (Hch 14:26-28). Y en el siguiente versículo (Hch 15:1) se menciona el arribo de creyentes de Judea que causaron mucha duda e inseguridad. Todos los procesos de cambio, que la iglesia había percibido como obra del Espíritu Santo, ahora estaban en riesgo de ser tumbados. Esta situación descrita es muy similar a lo que Pablo relata en Gál. 2:11-16, refiriéndose también a Antioquía.
Bruce explica importantes trasfondos para entender mejor esta situación: “Pronto habría más cristianos gentiles que cristianos judíos en el mundo. Muchos judíos cristianos, sin duda, temían que el ingreso de tantos convertidos del paganismo traería aparejado un debilitamiento de las normas morales de la iglesia, y las indicaciones en las cartas de Pablo muestran que sus temores no eran infundados. ¿Cómo debía controlarse esta nueva situación?” (Bruce, 1998, pág. 337)
Se trataba entonces de una reacción de los creyentes judíos tradicionalistas hacia los cambios radicales que se observaba en el nuevo centro de la iglesia del primer siglo. Muy típico para procesos de cambio, observamos aquí la tendencia de retroceder a lo conocido y controlable. Lo conocido y lo controlable era lo que los judíos ya habían practicado por muchos siglos cuando personas no-judías querían integrarse a su comunidad de fe: “A menos que ustedes se circunciden, conforme a la tradición de Moisés, no pueden ser salvos.” (Hch 15:1). Como Schnabel indica, se puede percibir una lógica muy razonable detrás de este concepto: Con la circuncisión de los nuevos creyentes se podría apaciguar las acusaciones de los judíos de que la fe cristiana quería destruir las bases de la fe judía. Además, se garantizaría de esta forma que todos los miembros actuaran de acuerdo con un estándar ético bien definido, la tradición de Moisés (Schnabel, 2002, pág. 968).
Lucas indica claramente, que esto era la postura de algunos representantes de la iglesia primitiva presentes en el concilio de Jerusalén, “que pertenecían a la secta de los fariseos” (Hch 15:5). González aclara, que los fariseos que habían aceptado por fe a Cristo como el Mesías prometido del pueblo de Israel no dejaban de ser judíos ni de ser fariseo: No se trata entonces de ex-fariseos que todavía conservan remilgos de sus antiguas creencias, sino de fariseos sinceros y practicantes que, al tiempo que continúan su cuidadosa observancia de la ley, también son cristianos (González, 2000, pág. 273).
Lo que llama la atención durante el proceso de discernimiento en el concilio de Jerusalén es el hecho de que se combina experiencias vividas con observaciones personales a la luz de una palabra citada del profeta Amos (cap. 9:11-12). El argumento resumido por Jacobo, el líder principal de la iglesia de Jerusalén analiza el discurso introductorio de Pedro y los testimonios presentados por Pablo y Bernabé a la luz de lo expresado por el profeta Amos concluyendo “que Dios se está levantando un nuevo pueblo, o una extensión de Israel” (González, 2000, pág. 276).
Llamativo es también la expresión resumida de este proceso de discernimiento en Hch 15:28: “Nos pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros” (según NVI). Bruce comenta que estas palabras introductorias de la decisión final y escrita “enfatizan el papel de la iglesia como vehículo del Espíritu” (Bruce, 1998, pág. 351).
El debate en el concilio de Jerusalén demuestra que el riesgo en esta situación consistía en reemplazar la centralidad de Cristo y de su evangelio de gracia por tradiciones religiosas. Si esto sucediera, entonces Cristo no sería más el centro de la fe y de la iglesia (Hch. 15:10-11). Al mismo tiempo se confirmó la convicción de que la centralidad de Cristo siempre conlleva una actitud de amor respetuoso al prójimo y a su conciencia. Por eso se decidió evitar todo lo que podría causar un escándalo a personas del judaísmo (Hch 15:28-29). Como lo demuestra Schnabel, Pablo mismo actuó en sus relaciones con personas del judaísmo de acuerdo con estos estándares (Schnabel, 2002, pág. 977).
De esta manera se había asegurado en el concilio de Jerusalén por un lado la centralidad de Cristo y de su evangelio de gracia y al mismo tiempo la inclusión de todos que estaban dispuestos a recibir a Cristo, sean de trasfondo cultural judío o pagano.
Fitzmyer lo resume acertadamente: La carta que la iglesia de Jerusalén envía a las iglesias locales de Antioquía, Siria y Cilicia aconseja a los gentiles convertidos de esas iglesias respetar las tradiciones de los judeocristianos entre los cuales residen, a fin de preservar la unidad de la Iglesia. Y los judeocristianos no deben pensar que el cumplimiento de tales regulaciones es una garantía de salvación, pues Dios otorga la salvación sólo por los méritos de la muerte y resurrección de Jesucristo. Esta es la razón de por qué la carta termina: ‘Haréis bien en guardaros de todo esto’ (15,29 b). De esta manera inculca una distinción crucial que los cristianos de todas las edades no deben olvidar: hay exigencias de la vida cristiana que son esenciales, y otras que, si bien no lo son, pueden contribuir a la preservación de la armonía y la paz. (Fitzmyer, 2003, pág. 217)